NO JUZGAR

En una encuesta imaginaria que preguntara a los ciudadanos cuál es el deporte nacional es probable que una mayoría contestara que criticar. Las murmuraciones, los chismes o las críticas están presentes en muchas conversaciones. No es extraño que algunos personajes representativos de ese talante hayan adquirido mucha popularidad. Uno de los más conocidos es la vieja del visillo, el personaje que aparecía en el programa La hora de José Mota. Representaba el estereotipo del vecino o la vecina cotilla que pasa el día espiando a los demás desde detrás de las cortinas, comentando con tono malicioso todo lo que ve o cree ver.

Con otros nombres, pero con actitud similar, hay muchas viejas del visillo en nuestra sociedad. Partiendo de que no es una tarea sencilla encontrar personas que nunca hablen mal de otras, hay algunas que parecen programadas para escanear constantemente su entorno en busca de defectos. Tener siempre abierto el grifo de las quejas sobre los demás no es sano ni para la persona afectada, ni para la sociedad, ni para quien es objeto de esos juicios. Mientras que muchas heridas físicas tardan solo semanas en sanar, las críticas negativas pueden dejar cicatrices de por vida.

Es posible que pequeñas dosis de cotilleos sean tolerables, pero cuando pasan a impregnar el tejido relacional pueden ser un problema en cualquier grupo social. Las comunidades creyentes no están exentas de estos riesgos. El papa Francisco habló muchas veces de las consecuencias de las murmuraciones en la Iglesia: «Cierran el corazón a la comunidad, cierran el corazón a la Iglesia». «El gran cotilla es el Diablo, que siempre va diciendo las cosas feas de los demás, intentando alejar a los hermanos y hermanas y que no hagan comunidad». «A veces nuestras parroquias, llamadas a ser lugares de comunión y donde compartir, son tristemente marcadas por la envidia, los celos, las antipatías...Y las habladurías están a la mano de todos ¿eh? ¡Cuánto se habla en las parroquias!».

El problema, lejos de ser nuevo en la Iglesia, estaba ya presente en las primeras comunidades. En el libro de los Hechos leemos que los discípulos de lengua griega murmuraban contra los de lengua hebrea porque en el servicio diario no se atendía a sus viudas (Hch 6,1). Algo debía olerse también Pablo cuando les recuerda a los corintios que los israelitas murmuraron en el desierto y fueron destruidos por ello, advirtiéndoles que no cayeran en lo mismo (1 Cor 10,10). A los filipenses les transmite una indicación parecida cuando les exhorta a hacer todo sin murmuraciones ni discusiones, enseñando que el chisme y las quejas no deben tener lugar en la comunidad cristiana (Flp 2,14).

La murmuración y la crítica ocurren más cuando colocamos nuestro ego en el centro, cuando priorizamos lo que nos separa en vez de cultivar lo que nos hermana y, sobre todo, cuando nos erigimos en jueces de los demás. Cuando solo vemos lo negativo en lugar de valorar lo bueno alimentamos la división. Convertimos las diferencias en muros en lugar de hacer de ellas puentes. Las dificultades para ponernos en la piel de la otra persona nos pueden llevar a crear procesos de exclusión en nuestras comunidades. Como el hijo mayor de la parábola del amor del padre, tendemos a creemos que la casa es nuestra, como si la pertenencia a la comunidad se jugara en un concurso de méritos.


Una de las mejores enseñanzas contra las murmuraciones y las desaprobaciones nos la dan los evangelios cuando relatan el momento en que una mujer unge los pies de Jesús con perfume y los seca con su cabello. La reacción del fariseo que había invitado a Jesús a su mesa no tiene desperdicio, murmurando «si este fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando» (Lc 7,39). Mientras que el fariseo simboliza a la gente fiel a Dios, la mujer ha tenido la iniciativa de ir al encuentro con Jesús en un lugar público y peligroso para ella. Al ver que el fariseo se escandaliza de Jesús y no lo considera profeta, él le contesta con una parábola sobre el perdón: quien es perdonado mucho, ama mucho.

El texto nos dice que la persona que se considera libre de fallo es incapaz de valorar lo que Jesús hace por ella. Solo quien ha tenido la experiencia del pecado y la debilidad puede entender a Jesús. No le recuerda a esta mujer sus pecados, ni los cuenta, ni los clasifica. Esa acción de Jesús hace nacer una enorme gratitud de la mujer, que no sabe expresar en palabras lo que siente su corazón. Muchas veces nos sobran palabras y nos falta poner delante de Jesús amor y gratitud.

Tal vez la enseñanza más importante sea la de «no juzguéis, para que no seáis juzgados» (Mt 7,1). La comunión de Jesús se destruye allí donde unos juzgan a otros. El juicio pertenece al orden racional de una vida que se construye sobre sí misma, pero Dios se sitúa en un plano de gratuidad superior, más allá de razones y juicios humanos. Eso no quiere decir que tengamos que renunciar a criterios morales como si no fuéramos parte de la sociedad. Jesús no condena el discernimiento ético, sino el juicio que destruye, descalifica y genera exclusión.

Desde una óptica fraternal, estamos llamados a acompañar, sanar y restaurar en lugar de señalar o castigar a otras personas. No es tanto negar los errores, sino reconocer que nadie está definido solo por ellos. Esta forma de acercarnos a la realidad nos llama a una actitud de empatía, paciencia y, sobre todo, perdón, reconociendo que todos necesitamos ser comprendidos.

LAC

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